Crónicas de mi Pueblo (V)

By on abril 5, 2018

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V

En la Escuela Montessori de Maxcanú

César Ramón González Rosado

La llamaban Bulita –de buúl, frijol en lengua maya– por sus negros y brillantes ojos, como de xpelón recién desgranado. Su tez morena semejaba tierra de la milpa y en sus mejillas se dibujaban dos graciosos tuxes cuando obsequiaba su sonrisa de blanca mazorca. Su largo cabello negro caía con gracia hasta la cintura. Vestía de hipil, el traje de la mestiza yucateca, adornado con flores de variados colores bordados en xocbichuy.

Niña maya, en Bulita convergían las mejores cualidades de su raza. En la escuela fue la primera en todo: en las asignaturas, también a la hora de cantar acompañados por la “Nena” Raigosa, la pianista de la escuela Montessori de Maxcanú, o de bailar la jarana. A la hora de los juegos, era siempre solicitada por sus amigos. Era bilingüe: se expresaba con soltura en maya y en castellano.

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La habilidad de Bulita para el dibujo era prodigiosa: todos los días dibujaba paisajes, personas, animales, plantas, motivos mayas que salían de su imaginación y que plasmaba en el papel con armonía y delicado colorido. Con frecuencia se escuchaba: “Bulita, ¿me haces un dibujo?”

Generosa, Bulita regalaba sus dibujos entre sus compañeros de escuela.

Su casa, una choza de paja y embarro pintada de blanco, resplandecía con el Sol. Ahí vivía con sus padres campesinos. La visitaban sus compañeros para hacer juntos las tareas escolares y después bañarse a cubetazos junto al brocal del pozo, o subir a los árboles del patio para bajar anonas, zapotes y zaramullos.

Pero Bulita tenía otra habilidad escondida, no muy congruente con sus dotes artísticas: le gustaba el box, es decir, boxeaba.

Sucedió que muy cerca de la escuela había una cordelería y una bodega con pacas de henequén. El piso estaba cubierto de costales y había un improvisado ring. Los cordeleros para divertirse organizaban por las tardes peleas con grandes guantes de box acolchonados. Algunos niños participaban en esa diversión y siempre hubo “chucherías” para los ganadores.

Bulita se enteró de lo que sucedía en ese club de la cordelería, exclusivo para niños varones, y un día se presentó. La dejaron pasar. Observó con detenimiento algunas peleas y poco después, sin inmutarse, pidió que le pusieran los guantes, al mismo tiempo que invitaba a alguno de sus compañeros para sostener un encuentro…

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La risa explotó a carcajadas por la ocurrencia. ¡Cómo! ¿Una niña boxeadora?

“¡No lo puedo creer!” se escuchó.

 Sin embargo, ella insistió y no faltó un compañero que aceptara, más con el ánimo de divertirse a costas de Bulita esquivándole los golpes, que con intenciones de boxear con ella.

La expectación era grande.

Alguien pegó con un fierro un pedazo de riel colgado a modo de campana, anunciando el inicio de la pelea.

Bulita alzó los brazos con los pesados guantes y se dispuso a la contienda. Su rival reía de buena gana, moviendo los brazos y dando de brincos alrededor de la niña, cuando de pronto un soberbio golpe le detuvo la risa, y uno más, y otro también, lo que hizo que corriera al darse cuenta de que Bulita no solamente sabía estudiar, cantar, bailar y dibujar sino también boxear, antes de que recibiera un golpe final, para rodar vencido sobre el sosquil apilado.

El silencio siguió a la algarabía.

La sorpresa del desenlace dejó mudos a todos, pues el adversario de Bulita era de los mejores boxeadores del grupo.  ¿Qué había pasado? Con la mirada se interrogaban unos a otros.

Sintiéndose humillado, el niño se incorporó con desgano. Bulita se acercó, lo abrazó con fuerza y le dijo al oído: “Gracias por haberte dejado ganar. En realidad, yo no sé boxear, lo que pasó es que te confiaste demasiado y te dejaste caer para no pegarle a una niña. Eres todo un caballero,” y le besó en la mejilla.

El niño se sintió reconfortado.

Bulita alzó el brazo de su compañero como el verdadero triunfador de la contienda, le dio las gracias, al mismo tiempo explicaba que todo había sido para divertir a la concurrencia.

En las milpas maduraron los elotes, las cosechas fueron abundantes. Los tiempos se cumplieron hasta que llegó el día en que, como pájaros, alzamos el vuelo para traspasar los horizontes. Después, los años de ausencia tejieron destinos…

Un día, volví a mi pueblo para aliviar la nostalgia.

Pregunté por Bulita a los amigos que permanecieron en el terruño.

Dirigí mis pasos a la escuela Montessori.

Ahí la encontré.

Una bella mujer absorta ante un grupo de niños.

Su vocación había fructificado: era maestra.

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