Chelem

By on septiembre 21, 2018

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Addy Castillo Espínola

Chelem es una playa situada a treinta minutos de la ciudad de Mérida, y casi todo está cerca en Mérida. A los emeritenses nos gusta exagerar diciendo que tal o cual comunidad está “muuuuyyyy lejos”, lo que significa más o menos treinta minutos en auto o una hora caminando. Nos justificamos por el sol infernal que nos rige 90% de los días del calendario, y entonces sí es realmente lejos.

Pero en las tardes-noches no hay calor que no sucumba en la playa. Desde que el sol comienza a descender, los tonos naranjas ascienden, las nubes parecen de azúcar caramelizada y el viento surge de allende el mar, trayendo olores y recuerdos. Las olas bordan la orilla, una tras otra, apenas levantándose sobre la superficie, como olanes de vestidito infantil; la marea retrocede paulatinamente, dejando una escarcha de conchas marinas sobre la arena. Las huellas de los caminantes avanzan y se detienen, se nota por la profundidad que dejan en la arena; dos pares de ellas caminan lado a lado, como si fueran tomadas de la mano, en dirección al sol mientras las siluetas se contraponen a un cielo naranja, azul y negro. Todo es contrastado a esa hora. Algunos bañistas saltan y ríen entre la espuma rizada de las breves olas. Se abrazan las parejas y se empujan los amigos; en el mar, el contacto físico deja de ser obsceno, se hace necesario, íntimo, lúdico, primitivo, original, excitante. Se hace único.

II

A las cinco de la tarde apenas empezaba a refrescar. En la ciudad, el calor era sofocante, pero a ratos el aire se dejaba sentir y prometía una buena velada nocturna. La camioneta Ford azul desvaído, de una sola cabina, se estacionó en la puerta de una casa del centro de Mérida. Desciende un joven de cabello engominado y caminar pausado, como si tuviera sesenta y no veinte años. Estudia arquitectura, lleva los lápices en la bolsa de la camisa; dentro del auto, su porta planos y su escuadra: hace dos años inició la carrera.

Esa tarde convenció a su amiga de salir con él. No tiene plan definido. Es algo raro.

Ella es diferente a las otras —porque siempre habrá otras—, las de un rato, las divertidas, que van a su casa y a su cama sin peros, que no dan problemas, exigen noviazgo, y lo celan. Ella juega con él, lo busca a veces, se va sin aceptar ruegos, lo deja ir sin peleas, lo reta y lo mira con esos ojos miel que reflejan la luz del sol vespertino a través de la ventana del auto, y él no sabe qué hacer. La ha tocado bajo la blusa, le ha desabrochado el brassier, preparado café; se ha montado sobre él con ropa, le ha besado y ha dejado que él la bese; pero siempre se va y lo deja con las ganas y las dudas entre el pecho y la columna. A veces la deja de buscar y se va de fiesta con otras, pero acaba volviendo, a esa mirada y a esos pechos que se le dan y se le niegan, a esos labios y palabras que a veces le deja leer. Ella escribe.

Él vive solo en Mérida. Lo enviaron a estudiar. Su papá, ingeniero agrónomo, trabaja en alguna dependencia de gobierno en Ciudad del Carmen. Es una casa en una colonia de nivel medio, una sola planta, tres recámaras, sala, comedor, cocina, amueblada, con patio y cochera. Le han asignado una mensualidad para que se mantenga mientras estudia. Pero es débil ante las mujeres, le gusta que lo miren, le coqueteen, le gustan las faldas cortas y los maquillajes, que le bailen y se le desnuden bajo la luz cálida de su recámara, le gusta tocarlas y besarlas. Pero le gustan esos ojos miel que no son suyos de la forma que él quisiera.

Le ha dicho que es un macho, que por eso le gusta. Pero no se deja envolver. No cede ante los regalos caros, las cenas elaboradas, los catorce de febrero. No se le entrega, no la penetra.

Hoy él cedió. Por eso está ahí. Ha ido por ella. No ha podido planear nada, no sabe lo que ella está pensando y no puede adivinar lo que le gustaría hacer.

III

No sabía qué ponerse. Había empezado jugando a los ‘dobles sentidos’ que a ambos se les daban bien; reían y sorprendían a los que los oían sin saber si era juego, broma, si eran novios, amantes, querinovios, o qué. Nadie sabía a ciencia cierta qué eran. Ni ellos.

Le gustaba mucho. Le gustaba su boca al juguetear con sus pezones. El café que él preparaba algunas madrugadas de estudio. Sus manos pequeñas, de dedos largos y finos, uñas anchas y bien pulidas, de niña. Le gustaba que a él lo buscaran muchas. Dejarlo a medias después de manosearse en la cama. Que se detuviera si ella lo pedía.

Pero moría de celos si lo veía jugar los mismos juegos con otra. Encontraba maquillaje de otras en su casa, huellas de los mismos escarceos en la cama, sábanas revueltas. Le enojaba su risa compartida con otras, que sus manos se detuvieran si ella decía que no. Que la dejara irse sin detenerla. Le urgía que la poseyera, sin negativas, sin planes, sin futuro, ni promesas. Ella quería que la tomara con masculinidad primitiva, desajenado de prejuicios, olvidado de los demás, libre para domarla como ella quería.

Era complicado. Al final, eligió unos pantalones blancos, sandalias de plataforma y una blusa de tejido calado; debajo de ella, el brassier blanco de peto marcaba y separaba sus senos casi perfectos, grandes; la V del escote dejaba que se dibujaran y apenas se viera su inicio. Sabía que le gustaban. Además, el cinturón de seguridad del auto los marcaría más.

IV

—¿A dónde quieres ir?

La tomó de la mano y la acompañó a la puerta del copiloto; abrió para que ella subiera pisando el estribo. Pudo verle las nalgas bien marcadas por el pantalón blanco. Cerró la puerta y rodeó la camioneta. Ella aún no ha dicho dónde.

—¿Qué tienes planeado?

V

La playa, 30 minutos de camino, oyendo música y platicando de nada y todo. La mira de reojo, ella confirma que le gustan sus senos marcados por el cinturón de seguridad.

— Como no quieres que te vean conmigo, vayamos a Chelem.

—Me preocupa que tus admiradoras te vean conmigo, podrían creer cosas que no son. Y tú perderías más. No quiero que pierdas, en una de esas, al amor de tu vida. Me preocupo por ti.

— ¿Y si tú fueras el amor de mi vida? La pregunta le salió espontanea, había perdido el tono humorístico que le caracterizaba; lo dijo serio.

—No estoy buscando al amor de mi vida. Tengo planes: quiero estudiar, viajar, irme de aquí y trabajar en lo que me gusta. Meterme en una relación implicaría problemas, responsabilidades que podrían interrumpir mi carrera. Celos, broncas, sexo, consecuencias. Tú tienes demasiadas novias y soy sumamente celosa. Como tiendo a ser monógama, me molesta que mi pareja no lo sea. Y además ¿qué hombre es fiel? ¿Por cuánto tiempo? No puedo pensar en que el amor se reparte.

—Te empeñas en ver el lado horrible de las relaciones. Podríamos pasarla bien, salir juntos, disfrutar, tener sexo. No tiene que ser tan malo.

—Después del sexo, dejaríamos de ser amigos. Tendrás otras novias. ¿Tolerarías que yo tenga otros? Tú no eres el amor de mi vida.

La noche empezaba a caer y el camino llegaba a su fin en el malecón. Caminaron la playa recibiendo el golpeteo fino de la arena, impulsada por el viento desde el mar hacia sus rostros. El sudor y la humedad les bañaban la piel de un líquido viscoso, apto para marinar en sal sus cuerpos. Solo caminaban y hablaban. Al final del malecón, se sentaron en el muro: él arriba, piernas abiertas, inclinado hacia delante, apoyando los codos sobre las piernas, su cara siempre de frente mirando al mar; a su derecha y abajo, sentada con las piernas cruzadas, sin zapatos para sentir la arena, en silencio, ella también miraba al mar. Solo eso tenían en común: la noche y el mar.

VI

Cenaron en “El popular pichi”. Frente al parque principal, a su derecha, se ve el Palacio Municipal, a la izquierda la paletería; tras el parque, la feria de la temporada veraniega. Ahora vacía, la basura mezclada con arena y polvo se mueve en remolinos creados por el viento del norte, pica en los brazos y en los ojos. Panuchos y horchata. Hablan poco, risas forzadas, cero coqueteos. Se ha deshecho el hechizo. Después de esa noche, cada quien seguirá su camino. No volverán a salir solos. No la volverá a invitar. Se sumergirá en otras relaciones, en otros senos, en otros ojos. Se perderá de verla andar sola. Ella resumirá su historia en un cuento que será multipremiado, la firmará y la dejará encuadernada en la biblioteca donde pasa el mayor número de horas de su vida. Otras manos la tocarán, otros besos la hipnotizarán, otros cuerpos la poseerán; su concepto de amor, sexo y pareja cambiará, pero no volverá a tener una escapada igual a Chelem.

VII

Cuarenta y cinco años después, ha caminado de nuevo sobre esa arena renovada. Han pasado ciclones, huracanes, tormentas, y miles y miles de huellas se han impreso y borrado sobre ese mismo camino imaginario que deja las suyas ahora. El mar no es el mismo de entonces, pero sus olas siguen arribando a la misma playa, se ciñe de los mismos colores y se hunde en el mismo horizonte que vieron los conquistadores antes que ella. Ha sentido el rigor del sol en los hombros. Los ojos color miel no tienen ya el mismo brillo; usa lentes para leer y para manejar de noche. Esa tarde se ha bañado en ese mismo mar que de todas formas sabe diferente, a pesar de la sal. Y ha recordado todo…

Recordó la cita, la cena, esa caminata, ese atardecer y esa plática que no llegó a nada. En sus manos encuentra una que otra manchita, de esas de sol y vejez, de la edad. Se mira hacia adentro y no reconoce a la veinteañera que no quiso ceder esa tarde, y años después se enamoró como estúpida (como se enamoran todas). Levanta la mirada al sol del atardecer, la dirige a la lejanía sobre la playa, y cree ver una silueta acercarse.

El caminar pausado de un anciano en un hombre adulto maduro, el cabello ralo, un poco más de panza, leve cojera por accidentes de la vida. Pero los mismos dedos largos, la boca de labios delgados y, sobre todo, los mismos ojos que ríen como siempre de ella.

Deja que la figura se acerque y extiende la mano para tocarlo. Él también ha extendido la mano y la acerca a la de ella. No es lo suficientemente rápida para retirarla. Esta vez él no la dejará irse sola. La besa y la atrae hacia el mar, a esas horas solitario, entre el sol hundiéndose en el ocaso y el muelle oscuro, vacío de pescadores.

Camina en medio de las olas, ella detrás de él; se detiene brevemente y mira la playa. Observa la silueta tendida en la arena: una anciana de sonrisa plácida, con manchas de sol y arrugas alrededor de los ojos y la boca. Se reconoce. Mira sus pies y los nota secos, por encima de las olas. El agua no parece notar su presencia.

Sin asomo de duda, decide continuar el camino detrás de ese fantasma que vino a buscarla, esta vez sin camioneta, pero decidido a no dejarla sola.

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